Obra Personal (Fotografía)

Payasos


ANIMA MUNDI por Pepe Viyuela.


Los payasos no quieren tampoco que olvidemos nuestra incuestionable estupidez, ese blasón que adorna nuestras chozas y palacios, el nexo común que reúne a todos los mortales, la estupidez que intentamos ocultar y que cuando más empeño ponemos en ello, más patente se presenta. No quieren que olvidemos nuestra capacidad para hablar sin llegar a decir nada y, al mismo tiempo, que también somos capaces de llegar hasta otro corazón sin usar una palabra; la candidez del enamorado ingenuo y la simpleza del diputado fatuo; la sabiduría del analfabeto y la idiotez del catedrático; el poder inmenso del mendigo y la debilidad del monarca; la dignidad del inmigrante y la bajeza del xenófobo.


Sí, los payasos nos hablan de la fortaleza del que cae y de la debilidad del que se erige en infalible; de la grandeza del que al cabo de su vida no ha hecho otra cosa que golpearse con las puertas o caer de bruces en el barro y de la deshonra del que se mantiene inmaculado en el despacho mirando hacia otro lado; del triunfo del ser anónimo que no llega a ningún lado y de la inmensa derrota coronada de laurel del triunfador que no sabe hacer otra cosa que mirar hacia otro lado.


El payaso nos dice que caer es lo nuestro, porque la ley de gravedad fue promulgada para ello y dios se olvidó de derogarla a propósito, para que disfrutáramos del placer de la caída y de otro placer aún más elevado: levantarse.


Nos cuentan que quien se levanta es porque ha aprendido a no romperse, o a restañar las fracturas con un poco de sentido del humor, que es mucho mejor que el árnica o la mercromina y el agua oxigenada. Con el payaso intuimos que caer es inevitable y levantarse toda una opción; que levantarse es rebotar un poco tarde, pero elevarse y hacer un quiebro al dolor; el payaso es nuestro gran maestro del fracaso, porque le quita el punto final, convirtiéndolo en puntos suspensivos y alejándolo del olor a epílogo que lleva dentro.


El payaso nos ofrecer siempre un capítulo más en la novela, un capitulo desde el que reconstruirnos antes de acabar la tragedia, un lugar desde el que mirar la caída como un chiste. El payaso hace pasar nuestra miseria a través del alambique instalado en nuestro pecho, capaz de convertir el fracaso en una fiesta.


El payaso lleva en el bolsillo un pañuelo que suele ser la bandera del país de la locura. Reivindica con ella la independencia de todo aquello que es mezquino, persigue construir un espacio para la libertad individual y colectiva, para la burla liberadora que permita escapar de la opresión a la que nos somete la pura razón.


El payaso es el emperador del escepticismo, alguien que pone en duda la vida exclusivamente productiva, aquella que concibe al ser humano como un ser destinado a la esclavitud y alejado de la chispa de la creatividad y la ilusión; nos invita a escapar del hombre apagado y entregado al hastío y la costumbre y ponernos la piel del humano astronauta que es capaz de viajar a ese recóndito lugar donde aún se piensa que un mundo más libre es posible. Precisamente porque ya de por sí es absurda la existencia, revestirla de oropeles y corbatas y de esa dignidad altiva y dominante de los palacios y las alfombras, la hace aún más absurda; precisamente por eso, el payaso reivindica la arena de la pista y el derecho a no vestir como dicten los modistos; el derecho al ridículo, el propio y el delos dogmas y la intolerancia de cualquier tipo, esos dogmas pétreos y pesados que adoran los bienpensantes y nos arrastran al abismo.


Representa la belleza de lo extraño y de lo excéntrico. Lo estrambótico se instala en su centro y va sembrándolo por donde pasa; por eso a su paso germinan caras de asombro y carcajadas, temblores de risa y rictus que deforman el rostro y nos arrancan la seriedad del cadáver que un día seremos.


Porque hasta de la muerte se ríe el payaso, de esa calidad de mortales caducos que como hojas acabaremos cayendo definitivamente, de forma suave o abrupta. Se ríe de esa derrota estrepitosa que es vivir, de ese mutis inevitable que le sirve para cantar carpe diem antes de que caiga el telón y tengamos que ir a reírnos con el gran bufón.


Necesitamos a los payasos como los vencedores de las batallas en la antigua Roma, necesitaban a quienes les recordaban que la victoria es algo efímero y la derrota eterna, que nacemos condenados a desaparecer y que cualquier intento por escapar a ese destino es sencillamente vano.


En la pista de circo conviven la muerte y el humor, el riesgo de perder la vida y la mueca del payaso, que parece trágica, pero no es más que el rictus de quien asume la vulnerabilidad y no se entrega al lamento, sino a la conversión, a la transformación, al más difícil todavía, a la pirueta que nos permite salir airosos del trance de vivir, de arriesgar para perder, pero al mismo tiempo de ser capaces de encontrar en el triple salto, en el malabarismo de emociones o en la caída a tierra un motivo para hacerle sitio a la risa y a la carcajada. Esa erupción de vida que revoluciona el cuerpo y lo somete a un terremoto capaz de darle la vuelta al calcetín.


Con su gusto por lo extravagante y el amor por lo insólito, el payaso es un acróbata que nos hace perder el equilibrio y nos saca de nuestras casillas, del lugar cómodo y confortable en el que creemos habitar cuando solamente somos racionales; él abre la puerta precisamente a lo irracional a esas estancias ocultas donde habita la raíz del corazón, el aire de locura que nos llega a veces al cerebro y lo perturba y lo convierte en algo más que un órgano capaz de calcular.


Con el payaso el cerebro se transforma en un laberinto mágico del que pueden brotar los elixires de la vida y todas las piedras filosofales, las locuras más sublimes, las soluciones más absurdas para las cuestiones más simples y las soluciones más simples para los problemas más absurdos y complejos.


El payaso utiliza la transgresión de su aspecto de hombre de arrabales para impulsarse desde lo cotidiano hacia quizá ningún lado, hacia la aventura de explorar espacios de libertad, con el fin de ofrecernos paisajes distintos, formas nuevas de afrontar este espacio reducido de la existencia. El payaso es un bufón sin rey, un nómada deambulando por espacios baldíos y lejanísimos, espacios delirantes donde se mezcla lo que es con lo que se desea, donde es posible entender un charco como océano, que un cubo sea un sombrero y una escoba un caballo, donde volar es posible sin despegar los pies del suelo y donde se hace fácil mirar a la muerte

directamente a los ojos.


El payaso es un quijote en continua aventura, buscando deshacer entuertos o entuertar desechos; un loco dando tumbos dentro de la lógica humana y poniéndola patas arriba.


De ahí que hasta dios sea un payaso.